Repasamos
en este artículo las características de la Ciencia como actividad
humana y referencia ideológica del sistema
productivista capitalista, como motor del progreso de las sociedades
en las últimas décadas, revisando el impacto que tiene en nuestras
vidas cotidianas. Cuestionaremos algunos mitos que frecuentemente
existen sobre ella, y cómo determina categóricamente nuestra forma
de ver y entender el mundo.
La
ciencia crea la realidad. Cuando la física nos habla de “la
gravedad”, la biología nos cuenta que existen “los ecosistemas”,
o la política nos enseña que vivimos “en democracia” y la
sociología analiza la “lucha de clases”, no reflejan la
existencia de hechos reales. Orientan nuestra mente a
interpretar las caóticas sensaciones que percibimos y llegan a
nuestro cerebro captados por los sentidos, seleccionan las que
cuentan para la particular forma de experimentar el mundo que cada
uno de nosotros tiene, y les otorga sentido. Por ello, cuando
no accedemos a cierto vocabulario o lenguaje enriquecido, y cuando
por falta de educación no recibimos los marcos teóricos comunes,
nos quedamos fuera del mundo, y muchas cosas del lenguaje de
los medios de comunicación o del lenguaje coloquial mismo carecen
simplemente de sentido. La edad media por ejemplo permitía que la
mayoría de la gente viviera en un medio no ilustrado, es
decir, apenas con una instrucción muy básica necesaria para cumplir
con los ritos religiosos y con un trabajo manual casi siempre
extenuante, pero ajeno a los desarrollos de la filosofía,
matemática, astronomía, medicina... simplemente, esos “mundos”
de conocimiento no existían. La escuela como institución masiva no
existía, y las pocas que había eran perpetuadoras de élites. Sin
instrucción (de la escuela o de otro tipo), en el mundo actual, ¿qué
podría comprender, por caso, un trabajador rural, cuando le hablan
de ‘sistema agrario’, ‘transgénicos’, ‘desertificación’,
‘déficit hídrico’, ‘rendimiento por hectárea’?, son
conceptos que refieren a complejos marcos teóricos, y a una
sofisticación del lenguaje que requiere una elevada competencia
intelectual. No sostengo con esto que dicho trabajador sea incapaz de
alcanzar esa competencia, sino más bien a que ella es fruto de un
prolongado sistema de adquisición y apropiación de
conocimientos fuertemente entrelazados y
jerarquizados, que claramente separa a la población entre
quienes ‘entienden’ y ‘no entienden’, o bien entre los que
‘saben’ y ‘no saben’. Y curiosamente, no se trata de poseer o
no una inteligencia excepcional, es más bien una cuestión de
oportunidades sostenidas en el tiempo de la vida de cada persona.
La
ciencia modeliza. Al crear hipótesis, que derivan en leyes y
teorías, modelos de entender el mundo, logra ordenar nuestra forma
de razonar en determinada dirección. A ello le han llamado de
distintas maneras: teorías, paradigmas, programas de
investigación... pero se trata de lo mismo: grandes marcos de las
ventanas de nuestra mente. Curiosamente, son marcos que se van
corriendo, que vistos en perspectiva pueden cambiar en forma muy
notable con el tiempo, o ser abandonados completamente para abrazar
otros nuevos. Pero en el corto plazo son muy estables. Estos grandes
modelos o teorías permiten a los científicos trabajar, pero además
se han metido de tal modo en la educación que brinda la escuela, que
todos nosotros aunque no nos dediquemos a la ciencia hemos
participado mínimamente de tales marcos. Nos los han enseñado
meticulosamente, los han transmitido como verdades permanentes, más
que como entornos provisorios del conocimiento que son. Hay
allí una contradicción: los científicos tienen claro que la
ciencia que cultivan es cambiante y dinámica, y la escuela nos
transmite el paradigma dominante de una forma estática y dogmática.
La verdadera actividad científica pone continuamente en juego, en
discusión, esos modelos de comprensión, que nos permite una lectura
cambiante y cada vez más sofisticada de los fenómenos (sociales o
naturales) que se observan e interpretan.
La
ciencia impulsa el progreso. Ha mostrado toda su eficacia para
constituir la base de procesos productivos y de creación de
elementos de consumo que se identifican con una vida mejor, con una
calidad mayor en términos de confort, salud y recreación. Como el
término ‘progreso’ puede significar por sí mismo muchas
cosas, es inevitable que esta afirmación como casi todas sea
relativa al marco teórico en el que se utiliza. Pero lo cierto es
que, desde la emergencia del positivismo hace 150 años, nos han
transmitido eficazmente que el único motor del progreso puede
ser y es la Ciencia. No es cuestión de discutir si esto es o no así
(de hecho, hay progresos interiores en nuestras vidas, más
relacionados con la espiritualidad o los valores personales, que poco
deben a la Ciencia), sino simplemente destacar que esta asociación
está fuertemente incrustada en nuestro inconsciente colectivo. Por
ello, las encuestas de opinión que se hacen todos los años en el
mundo muestran que la percepción de la gente sobre la ciencia
encierra una contradicción solo aparente: casi todos
sostienen que se la debe apoyar, y a la vez manifiestan conocer poco
o nada sobre su naturaleza.
La
ciencia no es aséptica. Pese a los esfuerzos de la Escuela por
encerrar la Ciencia en los manuales, por desmaterializarla, por crear
una distancia entre los enunciados de la Ciencia y los hechos a que
refieren, la realidad es que la ciencia es una actividad impulsada y
ejercida por hombres, como tú, como yo, que tienen sus inquietudes,
conflictos, intereses, egoísmos. Por ello, a pesar de los mecanismos
autocorrectivos que posee y que hacen a la ciencia una
productora de saberes bastante confiable, es igualmente
falible. Está sujeta a la discrecionalidad y caprichos de
quienes la practican. Que muchas veces, ponen por delante sus
intereses antes que su amor a la verdad y la objetividad. Tanto fue
el empeño en transmitir una Ciencia ajena a los humores cambiantes
de la humanidad, que nos lo creímos. Aceptamos durante buena parte
del siglo XIX y XX que la ciencia realmente estaba por encima de las
arbitrariedades que pueden tener los científicos. Y con esto no
decimos que estos busquen ser arbitrarios o disfruten engañándonos,
simplemente nos advertimos que se trata de una actividad humana,
subjetiva, y por lo tanto corregible, no en una dimensión
teórica (que por supuesto lo es), sino en un plano valorativo. La
ciencia es una buena práctica, y conduce a saberes notablemente
sólidos y valiosos, muy a pesar de las peculiaridades acomodaticias
de buena parte de los científicos que la ejecutan.
La
ciencia tiene prestigio. Es
indudable. Basta observar, en cualquier noticiero o publicidad, cómo
se utiliza la muletilla “está
comprobado científicamente”
para darle respaldo a una afirmación o producto cualquiera. Poco
importa si realmente
está
comprobado por los procedimientos científicos de rigor, la frase
basta para cerrar la discusión y evitar la sospecha. El
prestigio
es
un valor, intangible, es una atribución colectiva y subjetiva que
asignamos a algo, en este caso a algo que es altamente posible que
nos resulte ajeno. Es decir, es muy probable que la mayoría de
nosotros no pertenezca a la ciencia, y por ello la asignación de
valor a la misma no parte de un conocimiento
de
sus virtudes y capacidades, debe venir de otro lado. Nadie otorga
importancia y virtud a algo en forma gratuita, hay generalmente
buenas razones para que una cosa llame nuestra atención y despierte
nuestra admiración.
La
ciencia inspira temor. Pero no un miedo paralizante, sino más
bien un temor reverencial. La sensación de estar frente a
algo inaccesible y a la vez esotérico (del griego: interior),
oculto, reservado a unos pocos iniciados que disfrutan de un
privilegio inasible al común de los mortales. Este temor parte de lo
desconocido, y genera una ambivalencia peligrosa: se respeta lo que
no se conoce y se presume poderoso, pero a la vez se desconfía de
aquello que no se puede controlar, que se escapa a nuestro
entendimiento. La humanidad vivió durante casi toda su historia
sin ciencia, y aún hasta finales del siglo XIX la inmensa
mayoría de la gente no compartía ni conocía nada de este quehacer
que llamamos ciencia. Y vivían sin problemas. Cuando la ciencia se
empezó a colar en las vidas de todos (motorizando el progreso, el
confort, la carrera armamentística, la salud, el consumo) empezó a
estar en boca de todos. Nunca dejó de constituir saberes expertos,
pero entonces comenzó a discutirse, a difundirse, a cuestionarse.
La
ciencia es rigurosa. En la historia, la humanidad ha aceptado sin
más otras creencias que no tenían ni de cerca el grado de
fundamentación y de desarrollo que alcanza la Ciencia. Hablamos del
rigor metodológico que hace que, para que una afirmación sea
considerada científica y aceptada por la comunidad de referencia,
debe estar cuidadosamente fundada y probada, a través de un
método (el ‘método científico’, en sus muchas variantes) que
sostiene el saber. Lo “sostiene” porque le brinda un apoyo
teórico y –casi siempre- unas pruebas de naturaleza
diversa, utilizando argumentos lógico-deductivos o inductivos,
relaciones causa-efecto, pruebas de orden concreto y/o inteligible
que permiten atribuir significado a los elementos
supuestamente probados (en un razonamiento circular) para consolidar
el modelo en el que se inscriben. Es así que el conocimiento
científico alcanza un altísimo grado de complejización, y
cualquier libro experto sobre cualquier disciplina científica nos
mostrará un lenguaje fuertemente simbólico y hermético
extremadamente difícil de refutar, excepto para aquellos que
pertenecen a dicho campo de conocimiento (y que seguramente estarán
más preocupados en mantenerse como deudores del mismo que en hacer
verdaderas revoluciones científicas cuestionando aquello que les
otorga todo el prestigio simbólico personal). La experimentación
o verificación empírica es el gran puntal de este rigor que
caracteriza a la Ciencia, incluyendo el denominado método
falsacionista, aunque sea totalmente discutible la condición y el
conjunto de supuestos que soportan tales dispositivos
experimentales (o mentales), frecuentemente tan arbitrarios como las
conjeturas u opiniones más disparatadas, pero aún así gozando de
un consenso notable como paradigmas de la objetividad.
La
ciencia es civilizadora. Nos permite salir del oscurantismo de la
autoridad mal ejercida, del argumento ‘porque sí’, de la opinión
antojadiza. Nos permite ser mejores, no porque nos haga mejores
personas, sino porque nos permite compartir conocimientos
intelectuales que favorecen una comunicación de un orden
superior, y mayor control de instintos que pueden resultar
destructivos. También puede ser una amenaza (a nuestras vidas,
nuestros pueblos, nuestros ambientes naturales...), pero va a
depender del papel que le demos a la ciencia dentro del amplio
abanico del CONOCIMIENTO, que desde la relatividad, la física
cuántica y el reconocimiento holístico
de la realidad puede producir en todos nosotros algo más que un
poder destructivo, otro tipos de armas: armas del pensamiento
con las que proyectar un mundo presente y futuro más amigable, más
conectado, más transparente. Hoy, por su creciente influencia, es
probable que en la Ciencia tenga el riesgo de convertirse en la
“nueva religión”, siendo utilizada para imponer modelos y
sistemas políticos, que no reconocen la
multiculturalidad, no aceptan la biodiversidad del entorno y de las
personas.
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