lunes, 19 de enero de 2015

SOBRE LA CIENCIA

Repasamos en este artículo las características de la Ciencia como actividad humana y referencia ideológica del sistema productivista capitalista, como motor del progreso de las sociedades en las últimas décadas, revisando el impacto que tiene en nuestras vidas cotidianas. Cuestionaremos algunos mitos que frecuentemente existen sobre ella, y cómo determina categóricamente nuestra forma de ver y entender el mundo.
La ciencia crea la realidad. Cuando la física nos habla de “la gravedad”, la biología nos cuenta que existen “los ecosistemas”, o la política nos enseña que vivimos “en democracia” y la sociología analiza la “lucha de clases”, no reflejan la existencia de hechos reales. Orientan nuestra mente a interpretar las caóticas sensaciones que percibimos y llegan a nuestro cerebro captados por los sentidos, seleccionan las que cuentan para la particular forma de experimentar el mundo que cada uno de nosotros tiene, y les otorga sentido. Por ello, cuando no accedemos a cierto vocabulario o lenguaje enriquecido, y cuando por falta de educación no recibimos los marcos teóricos comunes, nos quedamos fuera del mundo, y muchas cosas del lenguaje de los medios de comunicación o del lenguaje coloquial mismo carecen simplemente de sentido. La edad media por ejemplo permitía que la mayoría de la gente viviera en un medio no ilustrado, es decir, apenas con una instrucción muy básica necesaria para cumplir con los ritos religiosos y con un trabajo manual casi siempre extenuante, pero ajeno a los desarrollos de la filosofía, matemática, astronomía, medicina... simplemente, esos “mundos” de conocimiento no existían. La escuela como institución masiva no existía, y las pocas que había eran perpetuadoras de élites. Sin instrucción (de la escuela o de otro tipo), en el mundo actual, ¿qué podría comprender, por caso, un trabajador rural, cuando le hablan de ‘sistema agrario’, ‘transgénicos’, ‘desertificación’, ‘déficit hídrico’, ‘rendimiento por hectárea’?, son conceptos que refieren a complejos marcos teóricos, y a una sofisticación del lenguaje que requiere una elevada competencia intelectual. No sostengo con esto que dicho trabajador sea incapaz de alcanzar esa competencia, sino más bien a que ella es fruto de un prolongado sistema de adquisición y apropiación de conocimientos fuertemente entrelazados y jerarquizados, que claramente separa a la población entre quienes ‘entienden’ y ‘no entienden’, o bien entre los que ‘saben’ y ‘no saben’. Y curiosamente, no se trata de poseer o no una inteligencia excepcional, es más bien una cuestión de oportunidades sostenidas en el tiempo de la vida de cada persona.
La ciencia modeliza. Al crear hipótesis, que derivan en leyes y teorías, modelos de entender el mundo, logra ordenar nuestra forma de razonar en determinada dirección. A ello le han llamado de distintas maneras: teorías, paradigmas, programas de investigación... pero se trata de lo mismo: grandes marcos de las ventanas de nuestra mente. Curiosamente, son marcos que se van corriendo, que vistos en perspectiva pueden cambiar en forma muy notable con el tiempo, o ser abandonados completamente para abrazar otros nuevos. Pero en el corto plazo son muy estables. Estos grandes modelos o teorías permiten a los científicos trabajar, pero además se han metido de tal modo en la educación que brinda la escuela, que todos nosotros aunque no nos dediquemos a la ciencia hemos participado mínimamente de tales marcos. Nos los han enseñado meticulosamente, los han transmitido como verdades permanentes, más que como entornos provisorios del conocimiento que son. Hay allí una contradicción: los científicos tienen claro que la ciencia que cultivan es cambiante y dinámica, y la escuela nos transmite el paradigma dominante de una forma estática y dogmática. La verdadera actividad científica pone continuamente en juego, en discusión, esos modelos de comprensión, que nos permite una lectura cambiante y cada vez más sofisticada de los fenómenos (sociales o naturales) que se observan e interpretan.
La ciencia impulsa el progreso. Ha mostrado toda su eficacia para constituir la base de procesos productivos y de creación de elementos de consumo que se identifican con una vida mejor, con una calidad mayor en términos de confort, salud y recreación. Como el término ‘progreso’ puede significar por sí mismo muchas cosas, es inevitable que esta afirmación como casi todas sea relativa al marco teórico en el que se utiliza. Pero lo cierto es que, desde la emergencia del positivismo hace 150 años, nos han transmitido eficazmente que el único motor del progreso puede ser y es la Ciencia. No es cuestión de discutir si esto es o no así (de hecho, hay progresos interiores en nuestras vidas, más relacionados con la espiritualidad o los valores personales, que poco deben a la Ciencia), sino simplemente destacar que esta asociación está fuertemente incrustada en nuestro inconsciente colectivo. Por ello, las encuestas de opinión que se hacen todos los años en el mundo muestran que la percepción de la gente sobre la ciencia encierra una contradicción solo aparente: casi todos sostienen que se la debe apoyar, y a la vez manifiestan conocer poco o nada sobre su naturaleza.
La ciencia no es aséptica. Pese a los esfuerzos de la Escuela por encerrar la Ciencia en los manuales, por desmaterializarla, por crear una distancia entre los enunciados de la Ciencia y los hechos a que refieren, la realidad es que la ciencia es una actividad impulsada y ejercida por hombres, como tú, como yo, que tienen sus inquietudes, conflictos, intereses, egoísmos. Por ello, a pesar de los mecanismos autocorrectivos que posee y que hacen a la ciencia una productora de saberes bastante confiable, es igualmente falible. Está sujeta a la discrecionalidad y caprichos de quienes la practican. Que muchas veces, ponen por delante sus intereses antes que su amor a la verdad y la objetividad. Tanto fue el empeño en transmitir una Ciencia ajena a los humores cambiantes de la humanidad, que nos lo creímos. Aceptamos durante buena parte del siglo XIX y XX que la ciencia realmente estaba por encima de las arbitrariedades que pueden tener los científicos. Y con esto no decimos que estos busquen ser arbitrarios o disfruten engañándonos, simplemente nos advertimos que se trata de una actividad humana, subjetiva, y por lo tanto corregible, no en una dimensión teórica (que por supuesto lo es), sino en un plano valorativo. La ciencia es una buena práctica, y conduce a saberes notablemente sólidos y valiosos, muy a pesar de las peculiaridades acomodaticias de buena parte de los científicos que la ejecutan.
La ciencia tiene prestigio. Es indudable. Basta observar, en cualquier noticiero o publicidad, cómo se utiliza la muletilla “está comprobado científicamente” para darle respaldo a una afirmación o producto cualquiera. Poco importa si realmente está comprobado por los procedimientos científicos de rigor, la frase basta para cerrar la discusión y evitar la sospecha. El prestigio es un valor, intangible, es una atribución colectiva y subjetiva que asignamos a algo, en este caso a algo que es altamente posible que nos resulte ajeno. Es decir, es muy probable que la mayoría de nosotros no pertenezca a la ciencia, y por ello la asignación de valor a la misma no parte de un conocimiento de sus virtudes y capacidades, debe venir de otro lado. Nadie otorga importancia y virtud a algo en forma gratuita, hay generalmente buenas razones para que una cosa llame nuestra atención y despierte nuestra admiración.
La ciencia inspira temor. Pero no un miedo paralizante, sino más bien un temor reverencial. La sensación de estar frente a algo inaccesible y a la vez esotérico (del griego: interior), oculto, reservado a unos pocos iniciados que disfrutan de un privilegio inasible al común de los mortales. Este temor parte de lo desconocido, y genera una ambivalencia peligrosa: se respeta lo que no se conoce y se presume poderoso, pero a la vez se desconfía de aquello que no se puede controlar, que se escapa a nuestro entendimiento. La humanidad vivió durante casi toda su historia sin ciencia, y aún hasta finales del siglo XIX la inmensa mayoría de la gente no compartía ni conocía nada de este quehacer que llamamos ciencia. Y vivían sin problemas. Cuando la ciencia se empezó a colar en las vidas de todos (motorizando el progreso, el confort, la carrera armamentística, la salud, el consumo) empezó a estar en boca de todos. Nunca dejó de constituir saberes expertos, pero entonces comenzó a discutirse, a difundirse, a cuestionarse.
La ciencia es rigurosa. En la historia, la humanidad ha aceptado sin más otras creencias que no tenían ni de cerca el grado de fundamentación y de desarrollo que alcanza la Ciencia. Hablamos del rigor metodológico que hace que, para que una afirmación sea considerada científica y aceptada por la comunidad de referencia, debe estar cuidadosamente fundada y probada, a través de un método (el ‘método científico’, en sus muchas variantes) que sostiene el saber. Lo “sostiene” porque le brinda un apoyo teórico y –casi siempre- unas pruebas de naturaleza diversa, utilizando argumentos lógico-deductivos o inductivos, relaciones causa-efecto, pruebas de orden concreto y/o inteligible que permiten atribuir significado a los elementos supuestamente probados (en un razonamiento circular) para consolidar el modelo en el que se inscriben. Es así que el conocimiento científico alcanza un altísimo grado de complejización, y cualquier libro experto sobre cualquier disciplina científica nos mostrará un lenguaje fuertemente simbólico y hermético extremadamente difícil de refutar, excepto para aquellos que pertenecen a dicho campo de conocimiento (y que seguramente estarán más preocupados en mantenerse como deudores del mismo que en hacer verdaderas revoluciones científicas cuestionando aquello que les otorga todo el prestigio simbólico personal). La experimentación o verificación empírica es el gran puntal de este rigor que caracteriza a la Ciencia, incluyendo el denominado método falsacionista, aunque sea totalmente discutible la condición y el conjunto de supuestos que soportan tales dispositivos experimentales (o mentales), frecuentemente tan arbitrarios como las conjeturas u opiniones más disparatadas, pero aún así gozando de un consenso notable como paradigmas de la objetividad.
La ciencia es civilizadora. Nos permite salir del oscurantismo de la autoridad mal ejercida, del argumento ‘porque sí’, de la opinión antojadiza. Nos permite ser mejores, no porque nos haga mejores personas, sino porque nos permite compartir conocimientos intelectuales que favorecen una comunicación de un orden superior, y mayor control de instintos que pueden resultar destructivos. También puede ser una amenaza (a nuestras vidas, nuestros pueblos, nuestros ambientes naturales...), pero va a depender del papel que le demos a la ciencia dentro del amplio abanico del CONOCIMIENTO, que desde la relatividad, la física cuántica y el reconocimiento holístico de la realidad puede producir en todos nosotros algo más que un poder destructivo, otro tipos de armas: armas del pensamiento con las que proyectar un mundo presente y futuro más amigable, más conectado, más transparente. Hoy, por su creciente influencia, es probable que en la Ciencia tenga el riesgo de convertirse en la “nueva religión”, siendo utilizada para imponer modelos y sistemas políticos, que no reconocen la multiculturalidad, no aceptan la biodiversidad del entorno y de las personas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario